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Laleh Sedigh, la mujer iraní que consiguió ser reconocida como piloto de carreras, después de su victoria en el campeonato automovilístico de su país afirmó lo siguiente: “Puedo conducir tan bien como cualquier hombre, no soy feminista, pero no entiendo por qué las mujeres deben ser débiles (…) las mujeres, mas bien, deben creer en su poder interior”. Llama la atención que esta mujer que ha encontrado su propia fuerza para ir mas allá de las definiciones que la cultura le impone al rol femenino, no esté librando una batalla contra los hombres.
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Y así ocurre porque su padre y su entrenador no solamente han confiado en ella, sino que además han protegido y respetado sus deseos y su búsqueda. A todos nos gustaría pensar que este no es un caso aislado, pues ¿quién se opondría a vivir en una sociedad en la que los vínculos entre los hombres y las mujeres fueran solidarios y cooperativos? Es obvia la respuesta: nadie.
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Pero nuestra vida diaria no es así. La guerra de los sexos continúa. Seguimos pensando que en las relaciones entre hombres y mujeres debe establecerse una jerarquía que defina, con claridad, quién manda y quién obedece. Todavía oímos en las conversaciones sociales cosas como esta:
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Todavía, en nuestro país, hay padres, padrastros, tíos, esposos, jefes, maestros que siguen abusando a las hijas, hijastras, esposas, subalternas, alumnas, etc. Y, más grave aún, que el temor al desamparo económico puede hacer que ellas renuncien, no sin resentimiento, a la perdida de su dignidad para obtener seguridad económica; y, en otros casos, que guarden silencio por temor a la crítica.
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Lo cierto es que en nuestra tradición cultural machista patriarcal, un aspecto muy importante de la autoestima masculina se fundamenta en el dominio sexual y económico sobre la mujer y, en complemento, la autoestima femenina se alimenta de tener un hombre que la respalde, la represente o la mantenga. Lo claro es que, tanto ellos como ellas, se sienten minusválidos si estas cosas no ocurren en sus vidas.
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Estas creencias llevan a los seres humanos a vivir en conflicto, alejados de su verdadera feminidad o de su masculinidad. En la consulta un hombre se preguntaba a sí mismo: “¿Qué clase de marido soy? Cuando mi mujer llega tarde de trabajar, la rabia me invade, la maltrato e incluso llego a golpearla; me siento celoso a pesar de saber que ella es correcta. ¿Será que el orgullo de macho le gana al amor?”
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Desde luego, ambos pueden trascender los roles que la cultura asigna; ella puede ser verdaderamente femenina cuando no necesite permitir el abuso para sobrevivir económicamente; él puede ser totalmente masculino cuando pueda cuidar y proteger a su esposa sin esperar que el sometimiento pruebe la existencia del amor.
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Atreverse a descubrir quiénes somos, mas allá de lo que las tradiciones culturales piden de nosotros, y abandonar la búsqueda de las jerarquías, es necesario para que podamos vivir en una sociedad en la que los vínculos solidarios y cooperativos entre hombres y mujeres no sean solamente una ilusión sino una realidad.
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Solo entonces podremos contar que hay muchos padres, como el de Laleh Sedigh, que reconocen a sus hijas como seres autónomos, que educan a sus hijos para cuidar y no para someter a las mujeres, que hay muchas madres que ayudan a sus hijas a ser libres de escoger su destino sexual y económico y, más aún, que los hombres las protegen para que así suceda.
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